Daniel y sus historias imaginarias


Retrato de Daniel Leyte


Daniel y sus Historias Imaginarias Había una vez un niño llamado Daniel, tan silencioso como un susurro, pero tan travieso como un duende. Le encantaba la música de payasos y circo porque le gustaba saltar, hacer maromas y actos locos con su cuerpo, como si fuera un acróbata en un espectáculo mágico. Aunque su familia vivía modestamente, su imaginación era como un cohete que lo llevaba a mundos infinitos y lejanos. Daniel no tenía muchos juguetes ni amigos. Sus compañeros de aventuras eran sus peluches, que cobraban vida y le hablaban cuando se sentía solo. Admiraba y amaba a su madre infinitamente, pero, aun así, en sus días tranquilos, le gustaba imaginar que tenía un hermano rico que pronto lo buscaría para llevarlo con sus verdaderos padres, como en los cuentos de hadas. Cuando salía del colegio, salía hecho la mocha dejándose llevar por el olor a atole de masa y la cochinita pibil que su mamá preparaba, pues le encantaba llegar a casa, comer con su madre y contarle historias que inventaba. Con una sonrisa traviesa, se servía un vaso de Coca-Cola y en secreto le vertía un poco de agua dulce, pues si su papá se quedaba sin Coca-Cola, se ponía furioso y se agarraba a su mamá a palos. Los Reyes Magos nunca visitaban su pueblo, así que Daniel se entretenía con lo que tenía a su alcance y con lo que su imaginación lo incitara. Un día, aburrido, decidió orinar todo el baño para ver qué pasaba, y como lo que pasó fue que su mamá se lo agarró a chanclazos, nunca más volvió a hacer travesuras por aburrimiento. En la escuela, tampoco tenía amigos; nadie quería jugar con él a la hora del recreo, y mientras que los niños pensaban que estaba loco por correr como rayo en el patio, Daniel los encantaba a todos con los poderes de su mente. Incluso imaginaba que encantaba al niño más rico del pueblo, pues así le daría tiempo de pasar y, de un jalón, robarle su torta de jamón sin que nadie se diera cuenta. Luego las enterraría en la jardinera trasera del patio de la escuela, para que crecieran árboles de tortas de jamón con toques de manzanas dulces. Un día, la maestra les dejó de tarea describir a su familia. Daniel, con su inocencia, expuso ante sus compañeros todos los problemas de su casa. Con lo que había contado, la maestra se asustó y mandó llamar a su mamá. Llevándolo a casa a cinturonazos, su mamá lo obligó a decirle a la maestra que había mentido, incluso las cosas que sí eran verdad, como que su papá era alcohólico y les pegaba por cosas tan absurdas como no tener Coca-Cola fría en un día de calor. Después de los chanclazos de su mamá, Daniel se volvió más tímido y silencioso. Solo le gustaba escribir historias y contárselas a sus peluches en las noches. En su mundo imaginario, era un héroe que rescataba a sus peluches y a su madre e inmigraban lejos para vivir aventuras increíbles con su hermano rico. Un día, Daniel decidió que sus historias no podían quedarse solo en su imaginación. Con la ayuda de su mamá, empezó a escribirlas en un cuaderno viejo. Sus peluches eran sus fieles compañeros y críticos imaginarios. Cada noche, bajo la luz de una linterna, Daniel escribía y escribía mundos mágicos de personajes valientes. Un buen día, su maestra descubrió su talento y lo animó a participar en un concurso de escritura. Daniel, con el corazón lleno de esperanza, envió su mejor historia. Pasaron los días y, finalmente, llegó la noticia: ¡Daniel había ganado el concurso literario! Con el premio, Daniel y su mamá pudieron mejorar su vida. Su mamá encontró un trabajo mejor y Daniel siguió escribiendo, soñando con encontrar a su verdadera familia. Y así, Daniel, el niño silencioso pero travieso, encontró en la escritura una puerta hacia un futuro lleno de esperanza y aventuras, inspirando a otros niños a soñar y a creer en la magia de la imaginación con sus libros de cuentos.




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